Los humanos no manejamos muy bien la tensión entre la misericordia y el poder. Los que obtienen poder a menudo lo disfrutan y tienden a querer más, mientras que aquellos que son compasivos suelen entregar el poder (o les es arrebatado). Sin duda, hay excepciones, pero por lo general sabemos y podemos observar que este equilibrio no es fácil de conseguir. Sin embargo, a diferencia de nosotros, Dios de alguna manera es ambas cosas, el más poderoso y el más compasivo, perfecto en cómo demuestra cada una de ellas.
Vemos el poder compasivo de Dios destacado de varias maneras en esta historia acerca del nacimiento y los primeros días de Juan el Bautista. Sabemos que Elisabet quería llamar al niño Juan para mantenerse fiel al mensaje que Gabriel le dio a Zacarías (Lc 1:13). Aquellos que la escuchan se sorprenden, ya que esto no seguía la costumbre de poner al niño el nombre de alguien de la familia. Entonces ¿por qué Juan? Significa «Dios muestra compasión», y este niño proclamaría las obras de misericordia de Dios en favor de toda la humanidad.
Zacarías había sido incapaz de hablar desde el día en que supo que su mujer tendría un bebé. Pero tan pronto como escribe el nombre del niño, recupera el habla, e irrumpe en alabanzas. Por medio de esta señal, la gente sabe que este niño es especial. Se preguntan unos a otros: ¿Qué llegará a ser este niño?
Sin embargo, Zacarías desvía la mirada en la dirección correcta. Sí, el niño tiene un papel especial, pero es el Señor quien ha de ser adorado. El poderoso Dios de todas las cosas «vendrá a nosotros», dice Zacarías, y estará en medio de su pueblo.
Pero la demostración del poder del Señor no será con opresión. Más bien, será con liberación. El Señor «nos envió un poderoso Salvador… para mostrar misericordia a nuestros padres» y «rescatarnos».
La idea de Dios mostrando misericordia está asociada a la idea del pueblo de Dios que está en pecado. Al igual que sus ancestros, quienes recibieron profecías similares (1 Samuel 2:10; Miqueas 7:20; Ezequiel 16:60), merecen el castigo, pero han recibido sobreabundancia de gracia.
¿Por qué hace Dios esto? Para que podamos servirle. Es un regalo para que podamos experimentar verdaderamente a «Dios con nosotros». El canto de Zacarías promete perdón por nuestros pecados y luz para guiarnos por «la senda de la paz». A medida que avanza la narración de su evangelio, Lucas regresa a estos temas muchas veces, destacando cómo la venida del Mesías trae consigo restauración y justicia: una paz verdadera y duradera.
El viaje de María desde Nazaret hasta las colinas de Judea no fue fácil ni seguro. Aun así, alentada por su fe, pero también por su necesidad de apoyo, María se aventuró a emprender esta travesía embarazada, pobre y probablemente perpleja. ¿Por qué decidió ir en primer lugar?
Gabriel le había dicho a María que su pariente Elisabet también estaba esperando un hijo: un milagro para una mujer de avanzada edad. Como sabía que Elisabet sería la única persona sobre la tierra capaz de entender lo que ella estaba pasando, María fue a verla. Y cuando llegó, Elisabet le brindó exactamente la afirmación que María necesitaba: «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el hijo que darás a luz!». Elisabet elogió a María por su respuesta de fe. Con estas palabras podemos imaginar cómo los miedos de María respecto a su inesperado embarazo y las consecuencias desconocidas para su vida empezaron a desvanecerse para dar paso a una fe aún mayor.
Las palabras de ánimo por parte de Elisabet le recordaron a María que la interrupción que el Señor hizo en sus planes también era una invitación que consistía no solo en gestar y dar a luz a Emanuel, «Dios con nosotros», sino también en ser parte de una idea de comunidad más profunda, «nosotros con nosotros». Alentada por la bendición de Elisabet, María respondió con un canto de alabanza. Y reflexionó en esta invitación a la interdependencia en las palabras finales de su canto: «Acudió en ayuda de su siervo Israel y, cumpliendo su promesa a nuestros padres, mostró su misericordia a Abraham y a su descendencia para siempre». En su regocijo, María meditó sobre cómo el mismo Dios que «habló a nuestros padres» en tiempos de Abraham ahora le había hablado a ella y a Elisabet.
María creyó en «Dios con nosotros», y dijo que sí cuando Gabriel se le apareció. Pero su fe todavía necesitaba ser alimentada. La Encarnación representó una gran interrupción en la vida de María; por supuesto, fue maravillosa, pero también fue pesada. A ella le había ocurrido algo que nunca había ocurrido antes en la historia del mundo, y necesitó apoyo y ayuda para aceptarlo y prepararse para ello.
Así que acudió a la fiel Elisabet. Solo podemos imaginar lo fortalecedoras que fueron para María las palabras de bendición de Elisabet. De hecho, quizá no tendríamos registrada la canción de María sin las palabras de ánimo de Elisabet.
Ese es el poder de la interdependencia, de la fe en comunidad. En nuestra sociedad individualista, a menudo es difícil abrirnos para ser bendecidos por los demás. Estamos condicionados para considerar las posibilidades de salir heridos más que la potencial ayuda de la comunidad. Pero la verdad es que, al igual que María, todos necesitamos palabras como las de Elisabet. La Encarnación es una interrupción y una invitación para conocer a «Dios con nosotros», y también para abrazar el «nosotros con nosotros».
El concepto abstracto de poder nos puede hacer pensar en terremotos y tormentas eléctricas, o quizás en presidentes y multimillonarios. El poder en bruto nos detiene en seco, y nos obliga a prestar atención a aquel o aquello que lo ha ejercido. Pocos de nosotros, sin embargo, asociamos el poder con el vientre materno. No obstante, el vientre de María portó el poder verdadero, oculto en la oscuridad, invisible a la vista, difícil de imaginar.
Aquí nos encontramos con una de las paradojas más hermosas de la fe cristiana: el Espíritu Santo dio vida a un bebé diminuto en el vientre de esta mujer, sangre de su sangre, su primogénito; este mismo bebé no era otro sino el Hijo de Dios, identificado como el «Hijo del Altísimo».
Entonces, ¿Jesús es el hijo de María o el hijo de Dios? ¿Es humano o divino? ¡Así es! Ambas cosas son verdad en una persona, en este bebé. Nos podemos imaginar a Dios trayendo salvación, o podemos describir a un humano heroico haciendo cosas revolucionarias. Pero ¿una sola persona que es al mismo tiempo tanto completamente Dios como completamente humano, sin comprometer la integridad de ninguna de las dos cosas? Esta es verdaderamente una hermosa paradoja: una paradoja en el núcleo de la salvación de la raza humana.
Este poder no es una fuerza simple e infinita aislada del resto de sus definiciones, sino la compasión del Dios eterno, glorioso y santo vestido de carne humana. Su poder toma la forma de la debilidad en solidaridad divina con la humanidad, todo ello provocado por su amor santo.
El ángel anunció a María un acontecimiento glorioso. Jesús toma su completa humanidad de María, tomando forma semejante al resto de nosotros en todo aspecto excepto en que Él rehusó el pecado (Heb 4:15). Aun así, el hijo de María existía antes que María, porque este es el Hijo eterno de Dios. Al tener la naturaleza eterna de Dios, el Hijo viene por el Espíritu, del Padre; Él nunca deja de ser Dios Fuerte y aun así se convierte realmente en lo que no era: una humilde criatura humana. Jesús: verdadero Dios y verdadero humano.
Como escribió León I (400–461 d.C.) acerca de la encarnación del Hijo: «Lo que Él hizo fue para enaltecer la humanidad, no disminuir la deidad. Ese vaciarse a sí mismo, por medio del cual el que es invisible se reveló a sí mismo y se hizo visible, y por medio del cual el Creador y Señor de todas las cosas eligió ser contado entre los mortales, fue un acercamiento en misericordia, no una falta de poder». Desde el vientre de María viene el Rey Salvador, cuyo «reino no tendrá fin».
Que nosotros, al igual que María, respondamos como los «siervos del Señor», dispuestos a confiar en el Dios Todopoderoso que amó su creación tanto como para habitar en ella convirtiéndose en este humano, y trayendo así vida nueva al mundo. Su completa divinidad y su completa humanidad proclaman su poder y Él nos dice: «No teman».
El Antiguo Testamento culmina con la promesa de Aquel que haría «que los padres se reconcilien con sus hijos y los hijos con sus padres». Esas palabras que concluyen el libro de Malaquías resonaron durante siglos de silencio. Durante el periodo de espera entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, nuestro Dios Fuerte estaba preparando el escenario mundial para la llegada del Príncipe de Paz.
El escenario era un tiempo señalado en la historia: durante el reinado de Herodes. Zacarías fue designado para cumplir con una labor que los sacerdotes podían llevar a cabo solo una vez en la vida. Los largos años de infertilidad de Elisabet eran una situación imposible que precedería a la milagrosa concepción de Juan el Bautista. El linaje sacerdotal de la pareja era una herencia designada para criar a un hijo ungido. Y Gabriel fue el mensajero encargado de anunciar el propósito señalado por Dios para Juan el Bautista.
Seguramente Zacarías y Elisabet estaban llenos de esperanzas sobre su futuro cuando eran jóvenes y comenzaron su vida juntos. Pero cuando los meses de infertilidad se convirtieron en años, menguó la esperanza de tener un hijo y se sintió como una carga de «vergüenza» (Lc 1:25).
Cuando las Escrituras nos presentan a esta pareja, ya son «de edad avanzada», y sin embargo siguen caminando con Dios. Es su fidelidad lo que amerita nuestro reconocimiento, más que la crítica a Zacarías por su momento de incredulidad. Después de todo, este hombre mayor se había acostumbrado a la decepción.
Zacarías había perseverado en oración a lo largo de años de aparente oscuridad y silencio. Pero aquel día, mientras el sacerdote encendía el fuego para quemar el incienso, Gabriel apareció y le anunció que Dios había escuchado su oración. Dios estaba con Zacarías, incluso cuando el cielo parecía guardar silencio. La Luz del mundo no se había olvidado, sino que estaba preparando soberanamente la historia para el momento señalado.
La historia de Zacarías y Elisabet nos ofrece una perspectiva sobre nuestras propias temporadas de espera. Nos recuerda que nuestras oraciones no tienen fecha de caducidad. La fidelidad de esta pareja se fue desarrollando hasta llegar a una esperanzadora época de gozo cuando la promesa de Dios se cumplió a través de su hijo, aquel que anunciaría la llegada del Mesías.
Sin embargo, cuando conocemos su historia, no podemos saltarnos sus décadas de infertilidad. Conocemos también la parte dolorosa de sus vidas. Y es precisamente en sus largos años de aflicción donde vemos la fortaleza de su fe.
Elisabet comprendió que Dios le había mostrado un favor especial al obrar este milagro. Muchos héroes bíblicos no recibieron lo que esperaban o lo que se les había prometido en este lado de la eternidad (Heb 11:39). El cumplimiento final de su fe estuvo más allá de ellos, al igual que ocurre con nosotros. En este tiempo de Adviento, durante nuestra espera, hay una obra más amplia y trascendente en proceso, y que se desenvuelve en el tiempo señalado por Dios. Emanuel, Dios con nosotros, sigue siendo fiel a sus promesas al día de hoy.
El apóstol Juan contextualiza su relato de las palabras y hechos de su buen amigo Jesús con un prólogo de apertura que resuena con energía y asombro. Jesús, quiere decirnos Juan, es la misma Palabra de Dios. Él estaba con Dios en la creación del mundo. Él es Dios. Él es la vida misma, y esa vida es la luz del mundo.
Luego en el versículo 5 dice: «Esta luz resplandece en las tinieblas, y las tinieblas no han podido extinguirla». Al menos eso es lo que dice la NVI (Nueva Versión Internacional). Pero aquí hay algo interesante. En la NBLA (Nueva Biblia de Las Américas) se lee de manera diferente. Dice: «La Luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la comprendieron».
La palabra griega que se traduce alternativamente como «extinguir», «sofocar» y «comprender» es “katalambanó”, que significa «agarrar» o «asirse de». Necesitamos más de una palabra en español para tratar de insinuar la esencia completa de lo que Juan está diciendo aquí.
Juan había visto la Luz del mundo con sus propios ojos. Él había ido a pescar con Él. Había comido con Él. Había orado con Él. Y lo había visto soportar la muerte más horrible imaginable y luego volver a la vida. Entonces, Juan sabía que no hay oscuridad en el universo que pueda capturar y derrotar permanentemente esta luz. La oscuridad no puede vencerlo.
Pero Juan también sabía que nuestras mentes humanas, no pueden empezar a captar el amor que se nos ofrece en el hecho asombroso de la Encarnación. La oscuridad no puede entenderlo.
El prólogo de Juan culmina con una impresionante meditación sobre los extremos a los que Dios ha llegado para alcanzarnos con Su amor iluminador. «Y el Verbo se hizo hombre», escribe, «y habitó entre nosotros». O, como lo expresa la versión de la Biblia The Message: la Palabra de carne y hueso «se mudó al vecindario».
El Dios Fuerte vino en la asombrosamente vulnerable forma de un bebé humano. El Príncipe de Paz se permitió nacer en un mundo de pecado y caos: Dios le dio la capacidad de ser abrazado, herido, besado y asesinado.
Solo la Luz del mundo puede darnos el poder de empezar a comprender lo que Dios nos ha ofrecido en el nacimiento de Jesús. Por eso, en este Adviento, oremos por nosotros mismos lo que el apóstol Pablo pidió por los efesios (Ef 3:17-18): que «…arraigados y cimentados en amor, puedan comprender, junto con todos los santos, cuán ancho y largo, alto y profundo es el amor de Cristo».
El apóstol Pablo nos revela que: «El dios de este mundo ha cegado la mente de estos incrédulos, para que no vean la luz del glorioso evangelio de Cristo, el cual es la imagen de Dios» (2 Cor. 4:4). En cambio, cuando nacemos de nuevo en Cristo, nos convertimos en hijos de la luz, hijos del mundo iluminados por la luz del sol (Ef. 5:8). Dios ilumina nuestros corazones y mentes a través del evangelio, para que podamos ver a Cristo en su gloria. A medida que fijamos nuestra mirada en Jesús y permanecemos en Él, Dios pone progresivamente todo en su justa perspectiva. El resultado es que la iglesia, colectivamente, y las personas, individualmente, pueden discernir mejor el bien del mal. Crecemos para ver y discernir los detalles de la belleza, la bondad y la verdad, para ver correctamente el mundo y las personas. Sin duda, nos necesitamos unos a otros para permanecer en la luz para experimentar el shalom de Dios: para ver y amar.
Efesios 5:9 revela algo asombrosamente hermoso acerca del fruto que nace de la luz. El fruto es «toda bondad, justicia y verdad». Mirando el rostro de Cristo, empezamos a verlo cada vez más en nuestra vida y en nuestro mundo. Vemos a Jesús aparecer de miles de maneras y en todo tipo de lugares, a veces inesperadamente. Estamos capacitados para encontrar la bondad, la justicia y la verdad, presentes incluso en circunstancias difíciles o dolorosas. Del mismo modo, los demás ven estas virtudes manifestadas en nuestra propia vida y damos gracias a Dios.
El conocimiento que nos fue revelado al momento que Dios iluminó nuestros corazones nos llena de gozo sobreabundante y de esperanza duradera (Ef. 1:18, 19). Es esperanza para el presente debido a la incomparable «grandeza de su poder» que tenemos a través del Espíritu para hacer la voluntad de Dios en el mundo. Esta esperanza se ve reforzada por el conocimiento de que Dios está siempre por nosotros. Y también tenemos esperanza para el futuro porque vislumbramos nuestra gloriosa herencia.
De hecho, mientras permanecemos en Cristo y conectados unos con otros, sabemos en un nivel profundo que el mal es una falsificación; es el mundo de las sombras. Sin embargo, ahora llegamos a ver a Cristo y la gloria de Dios brillando en todas partes. Esta es la luz de Adviento.
Es un instinto natural temer a la oscuridad. Sabemos que cosas malas pueden suceder en la oscuridad. Lo mismo es cierto de la oscuridad espiritual. Las Escrituras nos dicen que el dominio de las tinieblas es donde residen las obras infructuosas y donde moran la impiedad y el mal (Ef. 5:8–12). Si estamos bajo el control de las tinieblas, no tenemos comunión con Dios (1 Jn 1:5–7).
Pero Jesús vino a liberar a los que habían sido cegados por las tinieblas, ¡a liberarnos! Ahora, como personas que moramos en la luz de Cristo, nos esforzamos por caminar de una manera propia de quienes siguen a Jesús. Caminamos en adoración, dando gracias por la gran herencia que tenemos como coherederos con Cristo.
En el principio, Dios declaró: «¡Que exista la luz!», y así creó el día (Gn. 1:3). Dios también declara: «¡Que exista la luz!» en nuestras propias vidas, refiriéndose no al cosmos, sino a la luz del evangelio en nuestros corazones que nos permite ver la gloria de Cristo (2 Cor. 4:6). La misma Luz del mundo descendió a las tinieblas de este mundo, a las tinieblas de nuestros corazones, y abrió nuestros ojos para que pudiéramos proclamar las alabanzas de aquel que nos llamó de las tinieblas a su luz admirable. En esa luz, hay justicia, paz y gozo.
Como ciudadanos del reino de luz de Cristo, tenemos redención, perdón y comunión con Dios. Hizo de nosotros, que una vez disfrutamos de la oscuridad, Su preciada posesión.
Dios escogió un pueblo que fuera suyo y reflejara su carácter santo. Él eligió un pueblo que aceptaría y trascendería las distinciones étnicas, declarando sus alabanzas dentro de la hermosa diversidad de su familia. Eligió un pueblo al que daría todos los privilegios y bendiciones del sacerdocio de los creyentes, es decir, acceso directo a la presencia misma de Dios. El velo que una vez nos impedía acercarnos a Dios se rasgó para que se nos abriera «el camino nuevo y vivo» por medio de Cristo (Heb 10:20). Escogió un pueblo al que le daría la bienvenida en su presencia en todo momento, un pueblo que declararía sus alabanzas mientras ofrecemos sacrificios espirituales, individuales y colectivos a Dios.
Esta temporada de Adviento, celebramos al Mesías que nos libró de las tinieblas, quien nos llamó a su luz admirable para que podamos regocijarnos en el Hijo y proclamar sus alabanzas.
“Porque de tal manera amó Dios al mundo que…”. Lo más probable es que puedas terminar la línea sin pensarlo dos veces. Podría decirse que Juan 3:16 es el versículo más famoso de la Biblia; sin embargo, no viene solo. Aunque el resto del pasaje en este tercer capítulo del evangelio de Juan quizá no es tan remembrado, nos ofrece una verdad aleccionadora y esperanzadora: “…que la luz vino al mundo, pero la humanidad prefirió la oscuridad a la luz… el que practica la verdad se acerca a la luz, para que se vea claramente que ha hecho sus obras en obediencia a Dios.”
La experiencia humana es la mezcla paradójica del amor a la oscuridad y la necesidad de luz. Y esta realidad no es solo cierta allá afuera, entre la multitud pecaminosa. Esto es cierto aquí mismo: en mi corazón, mente y alma, así como en los tuyos. El apóstol Pablo describe acertadamente esta tensión omnipresente y universal: «No entiendo lo que me pasa, pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco» (Rom. 7:15). Todos hemos estado allí. Todavía lo estamos.
La luz puede tanto exponer como iluminar, haciéndola simultáneamente aterradora y liberadora. Entonces esta luz aterradora y liberadora es exactamente lo que necesitamos. Esta luz expone nuestro orgullo e ilumina nuestra vergüenza, las cuales nos han golpeado desde el comienzo mismo de la historia humana.
En la narración de la creación del Génesis, Dios creó un mundo bueno y colocó a Adán y Eva en el centro, como portadores de su imagen, llamados a sacar todo el buen potencial de la tierra. Pero cuando los primeros humanos pecaron contra Dios, fue porque llegaron a creer la mentira de que podían ser «como Dios» (Gn. 3). Esto es orgullo. ¿Y adónde conduce inevitablemente el orgullo? Directo a la vergüenza. «… tuve miedo porque estoy desnudo. Por eso me escondí», dijo el hombre.
Jesús, la Luz, ha venido a liberarnos de las tinieblas del orgullo y la vergüenza. La luz ha venido a decirnos la verdad: que somos perdonados, aceptados y amados. La luz ha venido para deshacer la catástrofe de la Caída y promulgar el buen nuevo mundo de Dios, donde todos podemos pertenecer.
En Juan 8:12 leemos: «Una vez más Jesús se dirigió a la gente, y les dijo: “Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida”». Estas palabras por sí solas son lo suficientemente poéticas, pero esta no era solo una metáfora pegadiza. Al anunciarse a sí mismo como la Luz del mundo, en este lugar particular y en este momento particular, Jesús estaba haciendo una declaración audaz y hermosa sobre lo que está oculto detrás de la oscuridad y, lo que es más importante, sobre su propia capacidad y deseo de llevarnos allí.
Jesús pronunció estas palabras durante la Fiesta de los Tabernáculos, un festival judío de una semana de duración centrado en la celebración del éxodo, cuando Dios sacó a su pueblo de la esclavitud en Egipto y lo llevó a la libertad en la Tierra Prometida. Durante su largo viaje por el desierto, Yaveh se había revelado al pueblo como una columna de nube durante el día y una columna de fuego durante la noche (Éxodo 13:21–22; 40:38). Para recordar este acto de guía divina durante la Fiesta de los Tabernáculos, en los patios del templo se encendían llamas sobre dos pilares de 75 pies de altura para simbolizar el pilar de luz en el éxodo. Es en este mismo escenario que Jesús se para en los patios del templo, probablemente a la luz de estos pilares, y declara: «Yo soy la luz del mundo».
Jesús es la luz que nos guía a través del desierto de nuestra desesperación, nuestro dolor y nuestra pérdida. Él es la luz que deshace la oscuridad de nuestro miedo, nuestra ansiedad y nuestra incertidumbre. Él es la gran Luz del mundo, la luz que nos guía a Casa.
Todos hemos experimentado lo que es despertar en la oscuridad, ese momento en el que buscamos la luz para poder ver claramente el mundo que nos rodea. Tal vez algunos aún no superamos por completo ese miedo a la oscuridad. La oscuridad es un miedo universal porque puede crear espacios de peligro, mientras que la luz nos guía hacia la seguridad. Especialmente antes de la invención de las luces eléctricas, la oscuridad significaba que era más probable que una persona sufriera un ataque de enemigos o animales peligrosos.
No debería sorprendernos, entonces, que la luz sea una poderosa metáfora de la seguridad y la salvación en Isaías cuando describe al siervo de Dios cumpliendo este papel. Vemos esta idea en el Nuevo Testamento cuando se describe a Jesús como la «luz del mundo» (Juan 8:12; 9:5), haciéndose eco de las descripciones del siervo de Dios como la luz que llevará salvación a todas las naciones en Isaías 42, 49 y 60.
Al describir al siervo de Dios, Isaías coloca dos ideas, una al lado de la otra: la salvación global de Dios y la intimidad profunda de Dios. Por un lado, el siervo traerá salvación a escala global. Como la luz del sol que alcanza toda la tierra de un extremo a otro, el siervo de Dios traerá salvación a todos los pueblos, a todas las tribus, a todas las naciones. Esta salvación es multiétnica y multicultural, y está disponible para todos.
Por otro lado, cuando Isaías describe esta salvación (es decir, la luz global del siervo), también ancla esta gran visión en la profunda intimidad de Dios. Este Dios formó al siervo en el vientre de su madre, grita como una mujer que da a luz a fin de conseguir la salvación de su pueblo, y se acuerda de su pueblo como la madre que cría, que se acuerda de su bebé en el pecho.
Asimismo, vemos esta combinación de salvación global e intimidad personal en Jesús. Jesús es quien trae una especie de luz que honra el pacto que Dios hizo con su pueblo. Esta luz da libertad a los que están en cautiverio y saca a las naciones y reyes de sus tinieblas a la luz de Jesús.
La luz de Jesús también brinda esperanza personal y específica a aquellos que han estado sentados en calabozos oscuros esperando su liberación, así como a aquellos que experimentan ceguera. Esta luz brilla a través de vastas extensiones alrededor del mundo y se asoma dentro de los rincones más pequeños de nuestros hogares individuales. Este es el Jesús que esperamos durante el Adviento: la luz brillante que ilumina y alienta a todos en todo el mundo, y la vela que brilla en cada una de nuestras vidas, recordándonos la cercanía de Dios.
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Isaías 8 habla de un tiempo en que Israel estaba bien familiarizado con la oscuridad. Bajo la amenaza de la invasión de una superpotencia internacional como Asiria, el pueblo de Dios estaba en un lugar de temor y terror. En lugar de volverse a Dios como su esperanza, redoblaron su miedo al abrazar conspiraciones y consultar con médiums ocultistas, lo que los llevó a una oscuridad total.
Sin embargo, en medio de esta angustia, el profeta Isaías proclama: «El pueblo que andaba en la oscuridad ha visto una gran luz». A pesar de sus propios intentos de salir de la oscuridad, una luz ha resplandecido sobre ellos. ¿Qué es esta luz? ¿Quién podría traer esperanza en medio de la oscuridad total? Isaías declara: «Porque nos ha nacido un niño».
Si bien un niño ciertamente no es rival para el ejército asirio, este niño es diferente. Este hijo crecerá para ser un rey que gobernará con rectitud y justicia. Aunque reinará desde el trono de David, su reino se extenderá hasta los confines de la tierra y se establecerá por toda la eternidad. A través de este niño ungido, no solo brillará la luz en medio de la oscuridad, sino que la luz la vencerá.
La promesa dada por Isaías finalmente se cumplió cientos de años después cuando un niño nació bajo la amenaza de otra superpotencia internacional. Jesús es la Luz del mundo.
Y mientras nuestro mundo aún permanece en completa oscuridad, la luz del evangelio brilla intensamente en medio de la oscuridad. Porque este rey reina con gracia y gobierna con amor. Y su reino no tendrá fin.
Los inviernos en Alaska son duros. Pero no hemos hablado de los veranos. En pleno verano en Alaska, hay luz del día las 24 horas del día. No hay oscuridad. Todo es luz. Hay tanta alegría. Cuando Cristo regrese, hará nuevas todas las cosas. Y el libro de Apocalipsis nos dice que, en la nueva creación, no habrá necesidad del sol, ¡porque la gloria de Dios brillará más que mil soles! Caminaremos en la luz y experimentaremos el gozo puro del reino de Cristo para siempre.
Dos verdades pueden entrar en conflicto y, sin embargo, si ambas son ciertas, debemos afirmar ambas.
En primer lugar, nuestro mundo está lleno de auténtico dolor y problemas. Como advirtieron los profetas del Antiguo Testamento, nuestra rebelión contra Dios nos ha retorcido a nosotros y a nuestro mundo. Fingir lo contrario es, en el mejor de los casos, ser ingenuo, o duro de corazón, en el peor. Dios no nos pide que mintamos sobre las dificultades de la vida.
En segundo lugar, Jesús es nuestra paz, no de una forma cursi, sino de una forma terrenal, trascendente y que altera el cosmos. Él es la única respuesta a este dolor y a estos problemas. Enviado por el Padre con el poder del Espíritu, el Hijo de Dios se hizo plena y verdaderamente humano. Este Dios de paz irrumpió en nuestro mundo roto como uno de nosotros e inició un mundo renovado, haciendo realidad la antigua esperanza profética. «Cristo es nuestra paz», ya que derribó «mediante su sacrificio el muro de enemistad que nos separaba», no solo entre el pecador y Dios, sino también entre el judío y el gentil, el hombre y la mujer, el esclavo y el libre, el cielo y la tierra (Ef. 2:14; Gál. 3:28; Col. 1:15–22).
Y estas dos verdades entran en colisión.
Jesús es nuestra paz, no solo de forma psicológica, sino también de forma concreta e integral en todos los ámbitos de la vida. Él es nuestra paz, y nos la concede, no al hacernos insensibles, sino perdonando y sanando y envolviéndonos en su amor y en su vida. Incluso en la oscuridad de la noche y cuando la confusión, la duda y el caos se arremolinan, Jesús sigue diciendo: «La paz les dejo; mi paz les doy… No se angustien ni se acobarden» (Jn. 14:27).
Reconocemos los problemas y la ruptura como algo doloroso y problemático porque no tienen nada que ver con shalom. Mientras que shalom trae armonía, bondad y un mundo floreciente, nosotros vivimos entre guerras y traiciones, asfixiados en nuestro propio ensimismamiento. Pero en respuesta a nuestra rebelión y caos, Jesús trae su paz, su shalom. «Yo les he dicho estas cosas para que en mí hallen paz … pero ¡anímense! Yo he vencido al mundo» (Jn. 16:33). Al conectarnos con Dios, Él es nuestro shalom. Él es la esperanza de Israel y, por tanto, la esperanza del mundo.
Así es como tenemos paz en un mundo auténticamente perturbado: Dios, desde más allá de nuestro mundo, se ha dado a sí mismo como nuestra paz. Cristo, el Dios–hombre, es nuestra paz. Él no depende de nuestras emociones y circunstancias fluctuantes. Dios no nos pide que mintamos sobre el dolor y los problemas ni sobre su bondad y presencia en Cristo. Ambas cosas son ciertas.
Hay problemas, pero Cristo es nuestra paz en medio de los problemas, y nos brinda refugio, fuerza y dirección para extender su paz a este mundo herido.
La expectación aumentaba mientras el pueblo de Dios esperaba la llegada de su Mesías de la misma forma en que nosotros ahora esperamos la celebración de su nacimiento. Sin embargo, este cuarto Canto del Siervo en Isaías se parece mucho más a un elogio que a un anuncio de nacimiento. Habla de alguien que no solo viene, sino de alguien que es enviado. Cada parte de la biografía del siervo está impregnada de propósito.
La historia del siervo no es una mera tragedia. Al contrario, esta canción comienza y termina afirmando el triunfo y la exaltación del siervo prometido. En la parte central de la canción se explica cómo triunfará: mediante el sufrimiento. Físicamente, el siervo quedaría marcado, traspasado, aplastado y desfigurado. Emocionalmente, su alma estaría cargada de dolor, sufrimiento y angustia. Socialmente, sería rechazado, despreciado y oprimido. Su cuerpo, su espíritu y sus relaciones serían quebrantados. Esta vida inestimable, aunque poco envidiable, se vería acortada, menospreciada y profanada. «Pero» dice Isaías, «el Señor quiso quebrantarlo y hacerlo sufrir».
Pero, ¿por qué? ¿Con qué fin? Porque «sobre él recayó el castigo, precio de nuestra paz». Sus hombros hundidos por el dolor cargarían con la pena del mundo, su sufrimiento eliminaría nuestra culpa, sus heridas asegurarían nuestra sanación, y su repudio y juicio comprarían nuestra paz. Como profecías mesiánicas, estos cantos apuntan a un Rey y Sacerdote apartado que un día gobernaría y haría ofrendas para el pueblo de Dios.
Al reflexionar sobre Jesús como Príncipe de Paz, este pasaje desafía las imágenes tranquilas e ideales de paz que comúnmente vienen a nuestra mente. Nuestra paz fue ganada a través de una violencia espantosa contra Jesús: le costó una vida salpicada de dolor, incomprensión y rechazo. Este sufrimiento es lo que le esperaba al bebé que traía la paz; es lo que le esperaba al bebé de nuestros villancicos.
Nuestra imagen del niño Cristo envuelto en pañales y sostenido con ternura por sus padres contrasta fuertemente con la difícil verdad de este Canto del Siervo: el Padre no solo envió al Hijo a una muerte temprana, sino que quiso hacerlo. Mientras que la mayoría de los padres humanos esperan y oran por un futuro brillante para sus hijos, aquí vemos una misión mortal impulsada por un amor que aseguraría la supervivencia de muchos. Este canto no solo nos habla del siervo enviado a sufrir, sino también del corazón del Padre: un corazón deseoso de salvar a su pueblo a cualquier precio, incluso al más alto costo personal.
Nosotros también vivimos en tiempos de caos geopolítico, violencia y confusión. Nosotros también esperamos que el Príncipe de Paz venga en gloria para traer la resurrección y restauración final.
Isaías 61 se refiere al año del Jubileo en Levítico 25, un mandato que exigía la restauración de la tierra y de las personas que habían sido vendidas como esclavas a causa de sus deudas. El año del Jubileo era el año del favor del Señor, en el que los esclavos endeudados eran liberados y se restauraban los hogares y las tierras. Dios deseaba que cada hija e hijo de Israel fuera devuelto a su hogar. Pero Isaías 61 también habla de la venganza de Dios, y Jesús dice de forma inquietante que no ha venido a traer paz, sino espada y conflicto (Mt. 10:34–36). ¿Cómo podría entonces Jesús ser el portador de la paz?
Cuando Isaías habla del Príncipe de Paz, está hablando de shalom, el cual no es solo la ausencia de violencia, sino también la plenitud de una vida buena: amar al prójimo deseando verlo prosperar y seguir a un Dios amoroso cada día.
El sabbat semanal rompe nuestros ritmos de trabajo con descanso y shalom, y el Jubileo es el sabbat de todos los sabbats. Es la cúspide del shalom. Por eso, cuando Jesús declara la llegada del shalom jubilar, no solo ofrece la salvación del juicio después de esta vida, sino que afirma que Él es la llegada de la liberación de la esclavitud en esta vida y más allá.
El nacimiento y la vida de Jesús son más que un preludio de la cruz. De hecho, su nacimiento, su vida, la cruz y la resurrección forman parte de la historia más amplia de la liberación de su pueblo por parte de Dios: un pueblo que confía en Dios y ama a su prójimo. Así como los israelitas fueron llamados a confiar en Dios para la liberación y la provisión en el desierto, nosotros somos llamados a confiar en el Señor para lo mismo y contra todo pronóstico, ya sea en la guerra, la agitación política o cuando andamos sin destino fijo. Y estamos llamados a amar al prójimo como parte de esa esperanza activa.
Jesús nos invita, a pesar de las sombras que nos rodean, a seguirle y a vivir en su Reino jubilar. Nos pide que anhelemos, esperemos y aguardemos activamente a que su poder de resurrección irrumpa de forma inesperada mientras se mueve y vive en nosotros.
Cabría esperar que este siervo lleno del Espíritu se mostrara ruidoso y orgulloso de su condición de elegido por Dios, pero en cambio se caracteriza por su humildad. No va gritando por las calles, sino que se ocupa de los que sufren. Es alguien que puede ver que una caña está quebrada, es decir, que una persona se siente pisoteada, pero no deja que se rompa. Es alguien que sostiene a una persona que se siente como una pequeña vela a punto de apagarse, y no dejará que su luz se apague.
¿Qué significa llevar la paz a los que apenas se sostienen? La búsqueda de justicia del siervo se caracteriza por su bondad. Él ve a los que experimentan vulnerabilidad y no los dejará caer.
Mateo 12 describe cómo Jesús cumple la profecía de Isaías. Al principio puede parecer que Jesús está cumpliendo esta profecía al pedir a sus discípulos que guarden silencio, de forma similar a la tranquilidad del siervo de Isaías 42. Pero si observamos todo el capítulo, Mateo nos muestra algo diferente. Jesús, como siervo, cuida de los que necesitan sanación. En todo el capítulo 12 de Mateo, se hace hincapié en cómo Jesús sanó en sábado, en cómo Jesús sanó a todos los enfermos, y en cómo sanó a un endemoniado, dándole la vista y la capacidad de hablar.
El tipo de paz de Jesús se encuentra con nosotros en nuestros lugares más débiles, transformando la injusticia en justicia, enderezando lo que ha sido quebrado, y lo hace con la bondad y delicadeza de su toque amoroso.
La palabra hebrea que utiliza Isaías para describir la paz que traerá el Mesías es “shalom”. Es una palabra hermosa que transmite plenitud, armonía y salud. Mientras que nosotros podríamos conformarnos con treguas temporales como sustitutos de la paz, shalom representa algo mucho más sólido. Más allá del cese de la guerra, shalom es una transformación de las condiciones que conducen a la guerra en primer lugar.
Cuando hay shalom, todo llega a funcionar de acuerdo al diseño creado por Dios. El concepto de shalom se atreve a imaginar el florecimiento integral de cada persona y cada cosa, todo al mismo tiempo. El teólogo Darrell Johnson enseña que shalom describe “una plenitud psicosomática, relacional, racial, económica y espiritual”. En el capítulo 35, Isaías describe esa plenitud en un hermoso lenguaje poético.
Empecemos por la plenitud psicológica que puede ofrecernos el Príncipe de Shalom. Según Isaías, ofrece una paz que le dice a nuestro corazón temeroso: “Sean fuertes, no tengan miedo” (v. 4), hasta que nos alcancen la alegría y el regocijo y se alejen la tristeza y el gemido.
¿Y qué hay de la plenitud somática? Isaías describe la sanación física: Los ciegos ven, los sordos oyen, el cojo salta como un ciervo y grita de alegría la lengua del mudo (vv. 5–6). Incluso la propia creación es sanada, ya que “aguas brotarán en el desierto” (v. 6) y se regocijará el desierto y florecerá como una flor (v. 1–2).
A medida que Isaías 35 avanza, nos ofrece una visión vibrante de la plenitud relacional, económica y espiritual en la descripción de un pueblo redimido que camina y canta unido mientras va por un camino de santidad. No hay leones allí, nos dice Isaías, y podemos suponer con seguridad que el camino está libre de cualquier otro enemigo depredador u oportunista. El pueblo entra en Sion, los rescatados por el Señor, coronados de una alegría eterna (v. 10).
Este shalom definitivo, nos dice Isaías, es nuestro futuro. Pero hay incluso más que eso. Dado que el Príncipe de Paz nos da su Espíritu, estamos llamados a ser “personas del futuro”, personas que practican el shalom aquí y ahora.
Este Adviento, cuando se enfrente a una situación en la que la paz sea muy necesaria, pregúntele al Señor: ¿Qué acción o actitud movería más esta situación hacia el florecimiento integral de todos y de todo lo que está implicado? Puede que descubra al Príncipe de Shalom convirtiéndolo en un arroyo en el desierto y llenándolo de alegría y gozo.
Sabemos que la temporada de Adviento es un tiempo de espera entre dos advenimientos. Es una espera entre dos victorias. Jesús el Fuerte ha vencido, y Jesús el Fuerte vendrá otra vez.
Y cuando viene, viene a morar. La visión del final en Apocalipsis es la de Dios haciendo cielos y tierra nuevos, uniendo el nuevo cielo y la nueva tierra como uno solo, y llenándolo con su presencia y su luz. Se trata de una victoria que viene acompañada de una ocupación; solo que, en este caso la ocupación son buenas nuevas, ¡las mejores que el mundo podría recibir! El Creador ha redimido a su creación y ha venido a llenarla de su gloria. La historia que comenzó en el Génesis ha sido perfeccionada y completada.
Volvamos al patio de la escuela. Imagine de forma creativa un escenario totalmente diferente: en lugar de que el padre grite para que su hijo se suba al auto para salir huyendo, el padre aparca el auto, se baja y se acerca lentamente. La autoridad de su sola presencia ahuyenta a los hostigadores. Abraza a su hijo. Llama a los otros niños que se esconden y que están sufriendo, para que salgan a la luz. Decide quedarse y rehacer por completo la escena, ahora con mejores elementos y mayores alegrías. Llega la comida y la bebida. Luego la música y los helados. Abundan las risas. De alguna manera, el lugar de dolor se ha convertido en el lugar de gozo. Esa es nuestra esperanza.
En este contexto donde no quedaba posibilidad de esperanza, experimentaron una irrupción de la gracia de Dios. «Consuelen», gritó el profeta, una palabra hebrea con connotaciones de valor y fortaleza. Su mensaje era algo así como: «¡Reciban consuelo, tengan esperanza! Este no es el fin. Van a ver y experimentar algo que nunca podrían haber imaginado en la vida que tuvieron en el desierto». Al igual que sus antepasados, que habían experimentado una provisión y una liberación milagrosas en el desierto egipcio, ellos también verían cómo Dios les abría un camino en el desierto.
Al combinar Isaías 40 con Malaquías 3 y 4, podemos ver la promesa de Dios de enviar un mensajero para preparar los corazones de su pueblo para la liberación. Serían purificados como por fuego para que pudieran ver a Dios, a sí mismos y al mundo con mayor claridad. En esta liberación, lo que había sido desgarrado por el exilio, como las relaciones familiares, un día sería cosido otra vez (Mal. 4:5–6).
Dios cumplió su palabra: al final los israelitas regresaron a Jerusalén. Pero este regreso no fue el final de la profecía. Siglos más tarde, otro profeta, Juan el Bautista, abriría el camino para que el Dios Fuerte, nuestro Señor Jesucristo, salvara a su pueblo de su destierro, exiliado de Dios y de los demás a causa del pecado. Juan prepararía los corazones de la gente para la llegada de Cristo.
También hay otro nivel de cumplimiento de la profecía de Malaquías (3:1–4), el cual señala a la segunda venida de Jesús, cuando seremos refinados (purificados), cuando todas las cosas sean hechas nuevas (Ap. 21:5).
Las liberaciones extraordinarias en situaciones desesperadas no han quedado relegadas a la historia antigua. El Dios Todopoderoso realiza cada día espectaculares hazañas de liberación. De hecho, Dios aparece cuando toda esperanza parece perdida. Podemos confiar en la fuerza de Dios. Asimismo, durante el Adviento, se nos recuerda que debemos confiar en el Prometido, que vino a nosotros como un bebé recién nacido y que, sin embargo, sostenía todo el poder y la fuerza del universo y más allá en sus pequeñas manos.
¿Siente que se encuentra en el desierto y necesita que Dios intervenga con su poder? Puede que no sepamos cómo o cuándo llegará la liberación, pero sí llegará. Dios siempre viene. Pídale a Dios que prepare su corazón para su llegada y la liberación que siempre viene con ella.
“Porque nos ha nacido un niño, se nos ha concedido un hijo; la soberanía reposará sobre sus hombros, y se le darán estos nombres: Consejero admirable, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz”. Isaías 9:6
De todas las señales de esta época que precede a la Navidad, una que muchos esperamos con ansias es la música. Las canciones navideñas nos invitan a imaginar los acontecimientos conocidos: la familia en el pesebre, los ángeles cantando ante los pastores asombrados, los sabios viajando hacia Belén. Estos queridos cánticos preparan nuestro corazón.
Sin embargo, en muchas de nuestras canciones favoritas se entretejen letras que declaran una sorprendente realidad teológica: el recién nacido en el pesebre es el Dios Fuerte.
La canción “Príncipe del Cielo” señala esta profunda verdad con palabras sencillas: “En un niño se encarnó la Palabra de Dios, todo el reino y poder hoy descansan en Él, es el príncipe del cielo Jesús”. Esta letra resuena con la verdad revelada en los versículos 6 y 7 de Isaías 9: este niño es el Prometido que reinará eternamente, estableciendo su reino de justicia, rectitud y paz.
Es un misterio insondable en el que el Nuevo Testamento también nos invita a pensar. El autor de Hebreos proclama que “el Hijo es el resplandor de la gloria de Dios” y “heredero de todo” (1:2–3). Pablo subraya que “por medio de él fueron creadas todas las cosas en el cielo y en la tierra, visibles e invisibles, que por medio de él forman un todo coherente” (Col. 1:16–17). Jesucristo es supremo sobre todas las cosas y en Él habita la plenitud de Dios.
Este es el niño prometido que el pueblo de Dios esperaba y cuyo nacimiento nos preparamos para celebrar. Este es el Señor delante del cual Dios envió un mensajero para preparar el camino, predicando un mensaje de arrepentimiento. Este es el Salvador que, en su misión de amor y redención, derrotaría el poder del pecado y de la muerte mediante su sacrificio en la cruz y su resurrección victoriosa. Y este es aquel cuyo regreso anhelamos con esperanza, confiando en el “Rey de reyes y Señor de señores, al único inmortal, que vive en luz inaccesible” (1 Tim. 6:15-16).
Esta realidad, que el niño en el pesebre es Dios Fuerte, va mucho más allá de lo que podemos comprender. Por eso, como nos exhorta la canción “Santa la noche”, con humilde gratitud, le adoramos. Hoy cantemos reverentes, Alcemos la voz proclamando Su Gloria y Su Poder, por siempre Amén.